Uno de
cada dos profesores desearían dejar su profesión a la menor oportunidad, según
una encuesta británica. Los datos indican también que tres de cada cuatro
maestros de primaria se encuentran más allá del ataque de nervios. La situación
no parece muy diferente en el resto del mundo civilizado, que como decía
Voltaire, se diferencia sobre todo del salvaje en que aquí todavía comemos a la
gente. Un amigo maestro me comentaba su última pesadilla, asustado de sus
propios sueños: los niños le arrancaban los ojos. La posibilidad de que un
maestro sea devorado por sus propios alumnos es todavía más real en ciertas
zonas de Estados Unidos, donde, por lo visto, la industria juguetera ha sido
absorbida por la más competente Asociación Nacional del Rifle.
Uno de
los últimos héroes de la pantalla es el director de la escuela “Hoy empieza
todo”, de Bertrand Travernier. Es un tipo que aguanta lo que le echen gracias a
esa cosa misteriosa llamada vocación y a una alta dosis de valor. Para
entendernos, Rambo es un meón al lado de este hombre. Mucha gente considera que
los maestros de hoy viven como marqueses y que se quejan de vicio, quizás
porque la idea de trabajar para el Estado es una especie de bicoca perpetua. Pero
si a mi me dan a escoger entre una expedición “Al filo de lo imposible” y un
jardín de infancia, lo tengo claro. Me voy al Everest por el lado más duro y a
pelo. Ser enseñante no sólo requiere una
calificación académica. Un buen profesor o maestro tiene que tener el carisma
de un presidente del gobierno, lo que ciertamente está a su alcance, la
autoridad de un conserje, lo que ya resulta más difícil, y las habilidades
combinadas de un psicólogo, un payaso, un dj, un pinche de cocina, un puericultor,
un maestro budista y un comandante de la
KFOR. Conozco a una profesora de Ciencias Naturales que sólo desarmó a sus
alumnos cuando demostró unos inusuales conocimientos futbolísticos, lo que le
permitió abordar con entusiasmo la evolución de las especies. Y a un profesor
de Matemáticas que consiguió hacerse con la audiencia tras interpretar un rap “Public
Enema Number One”. Cuando se discute sobre el pandemónium escolar, siempre sale algún cráneo privilegiado
poniendo las cosas en su sitio y para quien la educación es una rama de la política
penitenciaria.
-
¡Eso lo arreglaba yo con dos bocinazos! Lo que pasa
es que los maestros están acojonados. ¿A-co-jo-na-dos!
Pero
basta con pensar en lo difícil que es entenderse pocas personas en un hogar,
incluso cuando el cariño es grande o el hogar unipersonal, para comprender la heroica
tarea de llevar con armonía un centro educativo. Hay padres e hijos cuya relación
consiste en intercambiarse unos cuantos mordiscos, a poder ser en la yugular,
durante la cena. Aun así, son los hijos los que más usan la casa, los que hacen
de su habitación una cálida nave espacial, donde se recluyen con los pósters de
sus mitos y sacan partido a la cacharrería moderna. El mundo exterior, los
espacios urbanos, se han vuelto inhóspitos para los críos y las salidas “a la calle”
son vistas como peligrosos adiestramientos en la jungla.
Todo
lo que pasa y se avecina, no tiende a disminuir la importancia de la escuela
sino todo lo contrario. Y la desmoralización del profesorado debería
transformarse en una nueva autoestima, en un orgullo. No hay que dirigirle a
una maestra de Albacete la vocación de una misionera o de una voluntaria de Médicos
sin Fronteras, pero sí la conciencia de un trabajo con la materia humana, por
lo tanto delicada e inflamable a un tiempo, va a ser cada vez más valioso. Las
noticias perturbadoras y las experiencias negativas no deberían velar la realidad.
Según la encuesta que citaba al principio, nueve de cada diez padres considera
muy positiva la labor del profesorado y no creo que la valoración en España sea
menor.
La
escuela se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más tiempo de
vida, más complejidad, entre sus paredes. Es el espacio de la familia y de la
relación comunitaria lo que se ha achicado. Para muchos adolescentes, la
amistad, y también el odio, tiene por principal y casi única vía la puerta del
colegio o del instituto. La conflictividad escolar no es tanto un rechazo como
un SOS. Del maestro se espera a veces demasiado, como de aquel ingenioso Jacob que,
en el gueto de Varsovia, transformaba los “granos de noticias” en “toneladas de
esperanza”. Es comprensible la presión ante semejante demanda. Pero ¡qué suerte
que esperen de uno algo!
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